En Bosawás Dios me sanó

En Bosawas Dios me sanó. No sabía que acontecimiento en mi infancia me había provocado que perdiera el encanto por la montaña. Cuando las veía me causaba tristeza sin saber por qué, siempre decía que prefería el mar y evitaba lugares montañosos. Así fue desde que tengo uso de razón.

Sin embargo, un día mi suegro decidió celebrar su cumpleaños en Selva Negra, Matagalpa.  En ese viaje anduvimos en caminos de tierra por las montañas de Jinotega. Hubo un momento en que no sé qué sucedió, no podía dejar de ver las montañas hacia arriba, me sentía hipnotizada viéndolas sin hablar, era como si fuese la primera vez en mi vida que las veía, con gran asombro y belleza.

A nivel físico sentía algo en el pecho, propiamente encima del corazón. Era como si una flor empezaba abrir sus pétalos poco a poco- en Yoga eso se llama apertura del centro energético del corazón.  

Fue un momento indescriptible.

Sabía que la tristeza por la montaña se estaba yendo, sentí que eso estaba sanándose, como si Dios venía borrando la laguna mental o el capítulo en mi vida que me provocaba la tristeza por la montaña.  Entonces, le dije a Julio (mi esposo): “Quiero ir a Bosawas a celebrar nuestro aniversario de bodas”.  

Bosawas es la tercera reserva natural más grande en el mundo. Nos dirigíamos allí al Centro de Entendimiento con la Naturaleza (CEN), un centro de investigación que ofrece un hospedaje rústico donde no hay abanico, ni televisión, donde a pesar que el agua es súper fría no existe agua caliente, tampoco venden licor.

Todo eso lo hacía más atractivo para nosotros. Yo sentía que era un refugio perfecto para hacer silencio y encontrar a Dios en la montaña.

El viaje de celebración empezó.  

Mientras íbamos en la carretera rezábamos el rosario y una vez que pasamos Matagalpa el clima empezó a cambiar, empezamos a subir las montañas rumbo a la Dalia y el Cua y en eso empecé de la nada a llorar y llorar viendo las montañas, no sabía lo que me estaba pasando, no me podía contener, era un llanto fuerte, no sentía tristeza, pero tampoco alegría, era neutral. 

Le decía a mi esposo que no sabía lo que me pasaba, solo sabía que Dios seguía sanando algo con las montañas y que me llevaba a Bosawas para algo.

En Bosawás.

Cuando llegamos a Bosawas empezamos a conocer a la gente local. La gente de esta zona habla suave y pausado, nadie anda de prisa, no hay ruido, no hay tráfico, no hay estrés. Al día siguiente de haber llegado empezó la aventura.  

Empezamos entrando al bosque con el propósito de llegar a la cima del “Macizo de Peñas Blancas”, una montaña que está a 1300 mts sobre el nivel del mar y que en su cima tiene un bosque tropical que se cree se formó hace más de 2000 años.

Un bosque virgen que nunca ha sido intervenido por la mano del hombre, con árboles gigantes y vegetación abundante. Entramos a la montaña con Abraham, un guía fenomenal, hombre sensible y apasionado por el bosque. Él había nacido y vivido toda su vida en comunión con el bosque, todo esto hizo la experiencia aún mejor.

Empecé la aventura para decir verdad con algo que me daba pavor.

Encontrar una culebra, pues nos habían dicho que a veces aparecían en el sendero. A medida que íbamos avanzando en el bosque yo iba pendiente de no encontrarme la culebra que no quería ver.  La caminata era en silencio, meditativa, cada quién iba enfocado en sus pasos para no caerse, era como estar en total presente, solo escuchábamos las quebradas de agua, las hojas de los árboles o los pájaros. A veces nos deteníamos para escuchar alguna explicación.

Me impresionó ver como la cura a las enfermedades físicas están en el bosque.

En forma de raíces, hojas, semillas. En esta comunidad casi nadie va a las farmacias.

A medida que íbamos subiendo a la montaña la cosa se iba complicando y en eso llegó mi segundo pavor: las alturas. Recuerdo estar en una pendiente lodosa de casi 90 grados en donde debía sujetarme de la raíz gruesa de un árbol, básicamente quedaba guindada en el aire como tarzán y con esfuerzo debía subir al próximo espacio de tierra que había arriba.

Recuerdo que el guía en ese momento nos dijo: “esta es una de las partes más difíciles, no vean hacia abajo”; y yo como que mejor no me hubieran dicho nada, inmediatamente me voltié a ver hacia abajo y entre en pánico sin decir nada, era un guindo de decenas de metros cuesta abajo.

Las horas transcurrían y yo cargaba mis miedos atuto sin decir nada.  

El camino se iba complicando y aunque lo iba disfrutando mucho en mi cabeza pensaba en culebras y guindos/alturas, entonces rezaba pidiendo protección. Ese día caminamos 8 horas, pasamos entre lodo, piedras, ríos, quebradas y altas cuestas, era como un peregrinaje que yo lo sentía emocionalmente fuerte sin comprender en ese momento por qué.

Las horas pasaban y no se sentía, era como si el tiempo se había detenido. Finalmente, después de un par de horas llegamos a la tan anhelada cima de la montaña, allí todo cambio, era relativamente plana pero llena de árboles que no se podía ver el sol.  La energía había cambiado y algo en nosotros estaba cambiando.

Se sentía mucha paz, quietud, armonía.

Cuando llegamos a un punto de descanso, Abraham (el guía) empezó a pelar 3 naranjas y mientras las comíamos nos compartió que en esa cima el acampaba hasta por 7 días y que esto era una terapia espiritual para él y para quienes por allí pasaban.

Contó que otras personas allí eran sanadas, rehabilitadas y renovadas.  Mientras él contaba eso, mi esposo se había ido como en éxtasis a abrazar un árbol.  Yo me quede con el guía y me sentía conectada con él sintiendo que el espíritu de Dios que habita y actúa en todos lados y de diferentes formas estaba haciendo algo entre nosotros.   Después de estar un rato allí, emprendimos el viaje de regreso.

Cuando empezamos a descender de la cima de pronto me percaté que algo había cambiado.  

Los miedos a las culebras y alturas se habían ido, las pendientes empinadas que había subido las estaba bajando, veía los guindos sin ningún temor, pensaba en las culebras y ya no me daba temor… ¿Qué estaba pasando con mis miedos? ¿A dónde estaban los miedos que cargaba? ¿Por qué a la venida venia de una forma y a la ida de otra? ¿Qué me había ocurrido en la cima? No sé, no sé qué pasó, nada sobre natural, recordé que hay cosas que no se entiende con el intelecto, ni con criterios humanos.

¡Dios en la cima de la montaña me había quitado mis temores!

Comprendí que el temor no era a las culebras o alturas, que eso era sólo un reflejo o proyección de algún temor más profundo en mi inconsciente como quizás miedo a la muerte, al abandono, al fracaso, a la enfermedad, a la soledad… a algo que tuve, pero no sabía que era. Yo de todas formas me sentía feliz con sólo el hecho de que Dios me había sanado y liberado de algo, aunque no supiera que era.

El día que regresamos de Bosawas en la noche le dije a mi mamá que no se fuera a su casa (estaba en la mía cuidando a mis hijos), que quería contarle lo que me había pasado. Le conté el inesperado llanto en la carretera cuando íbamos camino a la Dalia, le conté cómo después de llegar a la cima se me fueron los temores, y le dije que la tristeza a la montaña se había ido, aunque nunca supe por qué tenía esta tristeza.

Mi mamá…

Mi mamá en ese momento me vió a los ojos y me dijo: “Cuando tenías 3 años tu papá se fue a la guerra por varios meses, cuando regresó a la semana me fui yo por otros meses más. En esos tiempos nunca se le decía a los niños que íbamos a la guerra, nosotros les dijimos a tu hermana y a vos que íbamos a la MONTAÑA”… Cuando mi mamá me dijo eso sentí la gran revelación y me dieron ganas de llorar, pero me contuve por ella. 

Mi verdadero conflicto con la montaña.

Mi conflicto con la montaña era que me había arrebatado primero a mi padre y luego a mí madre, y eso había generado dolor y un temor a que no regresarán, temor a que murieran, temor a quedarme sola de nuevo, temores que estaban representados en culebras y alturas.

Dios me había llevado a Bosawas a la montaña del Macizo a reconciliarme con ella, a perdonar a la montaña, a un lugar justamente en el que en sus alrededores fueron las zonas de combate de mis padres: Rancho Grande, la Dalia, el Cua, Waslala, Wiwilí… El Espíritu de Dios me llevó hasta ese lugar a reconciliarme con una historia de guerra que me había marcado y que sin saber me hizo cargar 32 años miedos a nivel inconsciente, miedos que en el día a día se convertían de una u otra forma en obstáculos para mí.

En esa misma platica con mi madre a mi regreso, comprendí que yo cargaba sin saber los miedos que ella cargo en la montaña. Los hijos muchas veces cargan los miedos de sus padres y generaciones atrás como forma de lealtad inconsciente.  Mi mamá me contó que en la guerra una culebra casi le muerde su cara mientras descansaba en su hamaca.  Así mismo, las movilizaciones rápidas de una base a otra en los camiones IFA, le producían mucho miedo ya que los caminos de tierra eran angostos y sentía temor a las alturas, a la posibilidad de que su camión se volcara en las curvas de las montañas.

La guerra a todos nos marcó, a los que fueron y a los que nos quedamos.

La montaña me arrebató a mis padres, pero también me los regreso vivos, me reconcilié con ella en Bosawas 32 años después, allí donde Dios me sanó.

Dedico este testimonio a todos los que fuimos “Hijos de la Revolución”.  Los que crecimos en los 80s, los que tuvimos padres valientes, guerrilleros y combatientes. Por nuestras heridas de infancia, por nuestras tristezas y miedos inconscientes, por qué todo cuanto hallamos vivido nos haga hoy día hombres y mujeres más conscientes de lo que venimos cargando. Hombres y mujeres más sanos y fuertes; y para que en Nicaragua nunca regrese la guerra…

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